jueves, 1 de noviembre de 2012

El peligro del deseo





Cuando sintió el calor de su mano y sus miradas se entrelazaron, supo que su infierno había comenzado.
María había contraído matrimonio tres años antes, hacía diez que compartía su vida, sus alegrías, sus sueños con un hombre maravilloso al que amaba con todas sus fuerzas. Para ella, era la encarnación de que los amores novelísticos podían ser reales. Era inmensamente feliz, y nunca había mirado a otro a hombre desde que le había conocido.
Pero, cuando Carlos comenzó a trabajar en su empresa y se puso en su camino, todo un mundo de sensaciones le envolvió. Cuando se encontraban su cuerpo se ponía en tensión, deseaba acariciarle, besarle y dentro de sí anidaba una gran desesperación. Carlos, no era un hombre de revista, pero había algo en él, un aura que le envolvía que le había vuelto loca, no podía concentrarse en su trabajo, y los aguijonazos de la culpa, agujeraban sin piedad su corazón. No sabía que le estaba pasando, ansiaba su vida pasada, cuando solamente la adoración por su marido latía en su interior.
Carlos lucía también una alianza en su mano. Pero no sabía nada más. No sabía cómo era su mujer, si se amaban, cuánto tiempo hacía que compartían su vida. Nada. Lo que sí sabía era la mirada ansiosa que le dirigía cuando sus pasos se cruzaban y sus ojos se enzarzaban en una conversación sin palabras donde su pasión se hacía manifiesta.
Una noche ante la acumulación de trabajo, María decidió quedarse en la oficina unas horas para adelantar papeleo. Se hallaba ensimismada repasando unos números, cuando oyó una puerta que se abría y fue consciente de que no estaba sola. Era Carlos. Los dos se quedaron sorprendidos y azorados. María se puso a temblar. El destino quiso que se encontraran a solas. En la noche. En la oscuridad. Cuando los impulsos más ocultos se imponían a la razón. Cuando la cautela se olvidaba y el instinto animal emergía a la superficie. Por un instante quiso salir corriendo, sin dar explicaciones, huir de esta situación, volver al calor de su hogar, al abrigo de los brazos de su esposo.
El silencio era asfixiante, ninguno de los dos sabía cómo romperlo, los dos sufrían, inconscientemente comenzaron a acercarse, una atracción, como un imán, les incitaba a aproximarse. Y cuando sus recelos bajaron la guardia,se acariciaron con ternura, con cuidado, sus rostros y sus labios sin previo aviso, como una fuerza a la que no podían resistirse, se fundieron.
Fue un beso, solo un beso, o nada más y nada menos que un beso. Pero supieron frenarse. Se separaron confusos. No quería hacer eso. No querían que su vida se rompiera por una pasión inconsciente que no sabían a dónde les conduciría. Tenían demasiado que perder y no sabían lo que podrían ganar. No se conocían. No sabían nada el uno del otro. Solamente la madre naturaleza les había tendido una trampa cruel. Se fueron cada uno a su casa, confusos, pero contentos de haber sabido parar a tiempo. Jamás volvieron a hablar de aquella noche.

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